En la década de los ochenta y noventa la economía de Latinoamérica se caracterizó, entre otras cosas, por la apertura y liberalización de los mercados. Este proceso tuvo un capítulo especial en el sector financiero, pues además de la entrada de nuevos competidores extranjeros al mercado, los flujos de capital influyeron en el auge crediticio de la región y en el crecimiento vertiginoso de la profundización financiera en los primeros años de la década de los noventa.
No obstante, varios países de América Latina experimentaron una de las más profundas recesiones económicas del siglo XX. Por ejemplo, por cuenta de la crisis asiática en 1997, las pérdidas estimadas para Argentina y Colombia se ubicaron entre 9,6% y 6,3% del PIB, respectivamente. Si bien estos episodios fueron causados inicialmente por choques externos negativos, la alta vulnerabilidad financiera restringió la provisión de crédito en la economía, acentuando los problemas de liquidez del sector real y afectando por esta vía la dinámica de la actividad productiva.
Una de las múltiples lecciones aprendidas durante ese periodo fue la necesidad de que los países contaran con un sistema financiero sólido, que no magnifique los choques económicos. Este tema, precisamente, ha sido uno de los ejes fundamentales de las llamadas política macroprudenciales desde hace más de una década. En este escenario, y dada la necesidad de implementar políticas tendientes a darle solidez y estabilidad al sistema financiero, la mayoría de países comenzaron a adoptar la regulación proveniente de los estándares internacionales propuesta por el comité de Basilea en su segunda y tercera versión (Basilea II y III).
Los resultados de muchas de estas políticas han sido, en este contexto, positivos en la región. En efecto, el monitoreo del sistema financiero de la región a la luz del más reciente Indicador de Fragilidad Financiera de Asobancaria (Iffa) es sin duda bastante ilustrativo sobre los niveles de estabilidad financiera en Latinoamérica y su relación con el ciclo económico. Los resultados permiten evidenciar que, aún pese al retroceso del periodo 2009-2010, los niveles de fragilidad financiera en América Latina han disminuido y hoy lucen mucho menores frente a los registros de principios de la década. Colombia y Brasil, en este contexto, sobresalen como los países que más han mejorado sus niveles de estabilidad financiera en los últimos años, mientras que México, por ejemplo, ha registrado un deterioro significativo.
La evaluación de la relación del Iffa con el ciclo económico muestra que ésta ha venido perdiendo fuerza en los últimos años, lo que demuestra que los sistemas financieros de la región son ahora menos propensos a experimentar crisis cuando la economía presenta episodios de estrés. Esto también es muestra de que las lecciones de años anteriores han sido bien aprendidas y que los marcos regulatorios se han venido ajustando en pro de una mayor estabilidad financiera.
Los resultados del estudio para Colombia son desde luego destacables, siendo nuestra banca la menos sensible a los ciclos económicos en América Latina. Resalta el hecho de que los indicadores del sistema financiero en Colombia, independientemente del ciclo económico, se mantienen estables, incluso en momento de tensión o estrés. Este hecho, sin duda, muestra que la banca colombiana es ahora más sólida y resiliente a los choques macroeconómicos adversos: mientras que la cartera morosa del sistema en Colombia, ampliamente cubierta, no sobrepasa el 3,2%, los niveles de solvencia se ubican cerca de 7 puntos porcentuales por encima del exigido por la regulación.
Estos resultados permiten resaltar los grandes avances logrados durante los últimos años en materia de estabilidad. Sin ninguna duda, la mayor solidez y estabilidad que el sistema financiero latinoamericano ha mostrado en los últimos años puede y debe ser aprovechada por los gobiernos y el sector privado para atraer inversión y favorecer el crecimiento económico de la región.