El cambio en la estrategia de crecimiento condujo al Gobierno Nacional a ejecutar una reducción arancelaria e implementar una “pequeña” reforma tributaria. Al mismo tiempo, el invierno lo llevó a tomar otras disposiciones de política fiscal, al amparo de la emergencia económica, social y ecológica. En conjunto, estas medidas minimizaron el impacto del mayor gasto en la promoción de los sectores líderes y del costo del invierno, sobre el balance fiscal, sin afectar la solvencia pública ni el riesgo soberano.
Sin embargo, para lograrlo se recurrió a la prolongación e incremento de unos impuestos distorsionantes –patrimonio y GMF– y a la eliminación de un beneficio en el impuesto de renta, que no solamente sustraerán una masa importante de recursos al gasto privado -COP 13 billones, equivalentes a 2,4% del PIB- en los próximos cuatro años, sino que además extenderán sus consecuencias adversas sobre la inversión, la bancarización y la profundización financiera.
Aunque tímida, la reforma arancelaria está bien encaminada. Reduce la protección y la dispersión arancelaria, elimina muchos casos de protección efectiva negativa, baja los costos y mejora la competitividad de la producción nacional. Sin embargo, mantiene el sesgo anti-exportador en el sector agropecuario y preserva una protección alta para los sectores “sensibles”.