Colombia ha tenido tradicionalmente uno de los flujos más estables de inversión en infraestructura, como proporción del PIB, entre los países latinoamericanos. Gracias a ello, la cobertura se amplió. Sin embargo, su calidad no es de las mejores, inclusive en el contexto regional. La brecha que la separa respecto de la que tienen las economías avanzadas es una de las más amplias en la región. Este rezago en la calidad deteriora en términos relativos la competitividad de los bienes y servicios nacionales, respecto de los de sus competidores. De esta manera, la calidad de la infraestructura se convierte en obstáculo para la expansión del comercio exterior y el crecimiento económico.
La necesidad de llevar a cabo proyectos de infraestructura en Colombia, por tanto, es grande. La magnitud de los recursos públicos para atender los requerimientos de ampliación y modernización de la infraestructura es insuficiente. Por fortuna la economía dispone de fondos adicionales administrados por el sector privado y de un acceso privilegiado al ahorro externo. La legislación se ha adaptado de manera paulatina, removiendo los principales obstáculos para que estos recursos fluyan hacia la financiación de la inversión en la infraestructura. No obstante, esto todavía no ha ocurrido.
La mala calidad de la infraestructura y el escaso interés del sector privado para participar en la financiación se derivaron en el pasado en gran medida de la debilidad de los organismos públicos del sector. La debilidad institucional generó, por una parte, una falta de planeación y priorización de las obras, una desarticulación de los diferentes modos de transporte y problemas en la contratación, fallas en las concesiones y corrupción. Y por otra parte, una precaria estructuración técnica y financiera de los proyectos, poca claridad en la licitación y adjudicación de las concesiones, carencia de unas normas legales que establezcan con claridad los derechos y las obligaciones de las partes y ausencia de mecanismos para distribuir de manera equitativa los riesgos de los proyectos.
Además, la rigidez del régimen de contratación pública impide una eficaz ejecución de los recursos y ocasiona prácticas administrativas ineficientes e irregulares, que abren espacio para la corrupción. Entre ellas están las habituales extensiones y renegociaciones de los contratos de obras públicas y los de las concesiones, que generan sobrecostos para el Gobierno, despilfarro de los fondos públicos y oportunidades para prácticas de corrupción. Otros cuellos de botella establecidos por la normatividad vigente, que demoran la ejecución de los proyectos, son la obtención de las licencias ambientales, la consulta previa, la adquisición de los predios y la reubicación de las redes de los servicios públicos. La actual administración tomó medidas acertadas para fortalecer institucionalmente al sector, mediante la restructuración del Ministerio de Transporte, la creación de la ANI y la aprobación de la Ley de APP. Este esquema institucional debe enmendar los errores del pasado. Sin embargo, se requiere esfuerzos adicionales en reformar el régimen de contratación pública.