La alta magnitud estructural del desempleo en Colombia resulta de las peculiaridades institucionales del mercado laboral, que incluyen unos elevados costos laborales no salariales –aportes a salud y pensiones y contribuciones parafiscales– y una fuerte inflexibilidad a la baja del salario real. Estas rigideces lo han segmentado de un modo tajante, en un mercado formal y otro informal.
En este contexto, fijar un salario mínimo (SM) muy alto respecto de la inflación o de la productividad, contribuye a mantener las distorsiones del mercado laboral. Sin embargo, un argumento esgrimido recientemente en el debate público es que los aumentos altos del salario mínimo tienen efectos positivos sobre la economía, tanto sobre la demanda agregada como sobre la distribución del ingreso. Un caso que se cita frecuentemente para sustentar esta última hipótesis es el brasileño, donde el activismo salarial de la administración Lula parece haber tenido los efectos positivos prometidos.
En esta Semana Económica nos preguntamos si incrementos altos del SM, en relación con la inflación o con la productividad, tienen efectos positivos sobre la demanda agregada o la distribución del ingreso, o negativos, al mantener un desempleo persistente y frenar el crecimiento potencial.
La respuesta depende, por supuesto, de la importancia del SM como precio de referencia, de su influencia en la formación de las expectativas, de su cobertura sobre la población más pobre, de la naturaleza y grado de segmentación del mercado laboral y de la apertura de la economía.
Por las características particulares de la economía colombiana, la evidencia sugiere que los incrementos del SM persistentemente desalineados respecto de las variaciones de la inflación y de la productividad, constituirían una práctica nociva por sus efectos inflacionarios, por sus consecuencias adversas sobre el crecimiento, porque inducen la informalidad laboral, porque aumentan la disparidad salarial y porque, en esas condiciones, deterioran la distribución del ingreso.